jueves, 27 de diciembre de 2007

VIAJES


He descubierto la escalera que baja a la planta baja de este pozo oscuro. Es de caracol, estrecha y de escalones altos, que te hace descender con cuidado, pero inexorablemente. Es curioso como según vas descendiendo te desprendes de vínculos innecesarios y empiezas a hacer limpieza en tu vida, en tu mundo. Ves las cosas con mas claridad y llegas a conclusiones que antes no habías visto. Al final de la escalera he encontrado una extraña ciudad habitada de gente extraña. La escalera desemboca en una calle, había mucha gente allí, todas vestidas de igual manera: gabardina blanca y sombrero de ala ancha también blanco, todos lo llevaban calado en las cejas. Me he cruzado con varios de ellos y todos iban preguntándose lo mismo: "¿quien me ha robado el mes de abril? ¿cómo pudo sucederme a mí?". Le he preguntado a una liebre vestida de policía municipal cómo se llamaba esa calle y me ha contestado que era la calle de la Melancolía. Paseando por la misma, he visto en el número siete, un bar, a Joaquín Sabina. Estaba sentado apoyado en la barra. Con su traje de chaqueta antiguo y su sombrero de bohemio. Como en el París de los años sesenta. En su mano, una copa de lo que se podía adivinar era cazalla, en la otra, apoyada en su muslo, un cigarro casi consumido. Me ha tentado entrar y contarle mi cuento de herida y caricias, mi historia de nadie, mi nana del hambre, todas mis mentiras. Pero he pensado que quizá lo que él mas sabe hacer es contar historias, no escucharlas. Y he preferido dejarlo así, es el orden de las cosas, unos escuchan, otros solo hablan.
He seguido caminando y me he encontrado con un paseo amplio y lleno de arboles, en una de sus paredes se podía leer el nombre de la calle, el Boulevard de los Sueños Rotos. La gente allí caminaba como autómatas. Con la mirada perdida y el paso lento, zigzagueante. A todos se les notaba un aire de desconcierto que los convertía en verdaderos muertos vivientes. Sus ropas eran grises, carentes de color, al igual que sus semblantes. Justo en la esquina entre el Boulevard de los Sueños Rotos con la calle del Olvido he visto en el suelo, apoyado en la pared y el cuerpo ladeado hacía un lado, hasta llegar al suelo con la cabeza, a Enrique Urquijo. Llevaba un pantalón vaquero descosido, zapatillas de deporte y camiseta blanca de manga corta. De su brazo colgaba una jeringuilla y un hilo de sangre. La lividez cubría su cara. Sus ojos, abiertos aún pero carentes de vida, estaban vidriosos, y se adivinaba el principio de unas lágrimas que se negaban a recorrer su lógico camino hasta el suelo. Pobre hombre, no pudo aguantar tanto dolor. Ese ha sido su único descanso.
No he querido adentrarme en esa calle. El olvido no entra en mis planes. Si recorreré, cuando la encuentre, la calle del Perdón, pero nunca la del Olvido. Ni quiero olvidar, ni pretendo que me olviden. Si pretendo perdonar, pero no espero que me perdonen.
Seguiremos informando sobre esta extraña y oscura ciudad, triste pero real. Tan real, triste y tan humana, que duele visitarla.

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